Golazo

La vida es dulce o amarga,
lo breve o corta no
importa,
el que goza la halla corta,

el que sufre la halla
larga.

Todo ocurrió un sábado.
Ese  día, después de una larga y fatigosa jornada
de trabajo, me dirigí a mi casa ya en horas de la tarde. Iba contento a pesar
del cansancio, porque tendría la oportunidad de ver en vivo por la pequeña
pantalla de mi televisor el partido de octavos de finales de la Copa Mundial de
Fútbol entre los equipos de Brasil –mi favorito-, y el de los Estados Unidos.
Iba contento. ¡Qué caramba!
Contentísimo. Pero al llegar la casa todo se vino abajo como un castillo de
naipes. Mi esposa me aseguró que por nada del mundo y mucho menos por un grupo
de hombres correteando como bobos detrás de un balón, dejaría de ver su telenovela.
Sí, porque las telenovelas dejaron de ser hace mucho tiempo brasileñas,
colombianas o cubanas, para ser de ella.
Juro que traté de
persuadirla, convencerla, sobornarla e intimidarla, pero nada. Le expliqué de
la forma más educada posible que ese partido posiblemente no se repetiría nunca
más, que enterarse de los resultados después por boca de otra gente, deja un
sabor amargo y no sé cuántos argumentos más.
Le pedí de favor que fuera
para la casa de su mamá a ver la telenovela, perdón, su telenovela, pero ella
no cedió.
¡Pobrecita, ¿qué sabe ella de deportes?
Fue entonces que me puse en
mis trece. En ocasiones el hombre tiene que ponerse macho de verdad y eso era
lo que yo iba a hacer. Le dije (bueno, a decir verdad, grité): “Pues si yo no
puedo ver el partido de fútbol, aquí (en mi casa) no se pondrá ningún otro
programa”.
Pensé –a pesar de conocerla
bien-, que había ganado la pelea, y hasta se me escapó un susurrante goooool,
pero … me apuré mucho en cantar victoria.
Ella se plantó delante de
mi, entreabrió las piernas y con las manos colocadas en la cintura en tono
desafiante, cual si fuera un pistolero del lejano oeste, me dijo: “Con que
machismo conmigo, eh”. Allí mismo se puso en sus veintiséis, y no cedió ni un
ápice.
Si Usted no lo cree puede
preguntarle a cualquiera de los vecinos. Ellos conocen bien todo lo que
sucedió. La disputa llegó a tal punto que decidimos dividir la casa y todo lo
de su interior: refrigerador, lavadora, plancha, ventiladores y otros
artículos, con excepción del televisor, causante principal de todo el
conflicto, el que sería vendido y compartido el dinero.
En un abrir y cerrar de
ojos se destruyeron más de 15 años de matrimonio y armonía familiar.
Por fin, llegó la noche.
Yo, en mi lado de la casa,
alegrándome (¿por qué negarlo?) que ella no pudiera ver su telenovela, total
nunca ocurre nada y es siempre la misma bobería, y ella, con toda seguridad,
contenta porque yo perdería el partido de fútbol.
Escuchamos en el televisor
de la casa vecina cuando concluyó el Noticiero de televisión y apareció en la
pantalla la casi siempre ignorada Calabacita, muñequitos que le dice a los
niños que ya es hora de dormir, pero a la que ellos poco o ningún caso le
hacen.
Así nos encontrábamos
aquella triste noche cuando de pronto ocurrió lo inesperado; como algo que
llega y no se sabe cómo ni de dónde rayos: El apagón.

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