Cantos de sirenas

https://i0.wp.com/www.cnt.es/soliobrera/img/articulos/patera2.jpgNuestra amistad data de muchos años,
desde la niñez cuando corríamos casi desnudos bajo la lluvia y del regaño de
nuestras madres, de cuando soñábamos con ser buenos cirujanos por lo que gorriones
y lagartijas atrapados eran operados con urgencia, o de cuando la vieja
Antonia, la de la casa grande de la esquina, nos peleaba pues se les “perdían”
los mangos de los árboles del patio. Nunca comprendimos el porqué de tanto
alboroto si casi siempre se echaban a perder en el suelo.
Cuántos recuerdos agradables,  revivimos Juan Emilio y yo, cuando hace pocos
días nos encontramos en Cienfuegos y nos sentamos en el malecón a recordar el
pasado. Entonces quiso imaginarse qué hubiera sido de él si hace algunos años
el pánico a los tiburones no lo hubiera invadido, lo que unido a la poca
seguridad del bote en que pensaba viajar, evitó que estuviera en el fondo del
mar,  o en “el mejor de los casos” a
noventa millas, atraído por los cantos de sirena.
Cerró los ojos y pensó en voz alta: “Tal vez yo fuera rico, muy rico. Un
comerciante o un empresario y viviera ahora en una gran mansión en La Florida, Las Vegas u otro
estado cualquiera”. Imaginó entonces a Emilito, su hijo, montado en un lujoso
automóvil deportivo o de paseo con la novia en la limosina de papá. Lo vio
disfrutar y sonreír feliz desde su hermoso yate o frente a la moderna
computadora o quizás…
El chocar de las olas contra los muros del malecón cienfuegueros hizo
que Juan Emilio abriera los ojos o más bien volviera a la realidad, pero los
volvió a cerrar. Pensó entonces lo que pudo haber ocurrido si en vez de ser
rico, fuera uno de los tantos desempleados que existen allá, sin un dólar con
que comprar un bocado que llevarse a la boca o durmiendo en uno amplios
portales o parques de la ciudad.
Entonces vio a su hijo Emilito, ¡pobre
muchacho!, pidiendo limosnas en las terminales, en los semáforos o en las
grandes y lujosas avenidas. Sintió un estremecimiento por todo el cuerpo al ver
a su hijo integrar una banda que roba en un supermercado y se inyectaba drogas.
Un grito involuntario brotó de su garganta de Juan Emilio. Su hijo Emilito
está sentado en un aula de la escuela y uno de sus compañeritos extrae una
pistola, no de juguete sino de verdad. ¡Sí, no hay duda, apunta a la cabeza de
su niño! Un segundo, tan solo un segundo, y dejará escucharse el estrepitoso
estruendo. No pudo más. Abrió los ojos que parecían querérsele salir de las
órbitas. Gruesas gotas de sudor le surcan el rostro. Me mira y sonríe: ¡Qué
bueno, aún estoy en Cuba!

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